Personajes de la antigüedad, como Nerón o Cleopatra, pugnan en espectáculo con las Vírgenes de la Amargura y los Dolores. La Semana Santa es, sin duda, la manifestación festiva más arraigada de España. Cada pueblo, cada ciudad, cada barrio la vive de una forma diferente. Con pasión, con recogimiento, con devoción, incluso con alegría. Pasos, cirios, nazarenos, Vírgenes y Cristos de todo tipo conmemoran, siempre en la semana de luna llena tras el equinoccio de primavera, la pasión y muerte de Jesús.
La Semana Santa de Lorca (Murcia) tiene todo eso, y mucho más. Y es ese mucho más lo que la hace totalmente diferente a cualquier otra en España y en el mundo. Aquí las Vírgenes compiten en belleza y devoción. La Virgen de la Amargura y la Virgen de los Dolores arropadas por los seguidores y cofrades del paso blanco y el paso azul, respectivamente, no sólo muestran sus galas, con mantos, bordados en oro y sedas por pacientes lorquinas que se afanan en esta secreta tarea durante todo el año, sino, sobre todo, en magnificencia, imaginación y despliegue de medios.
Porque una de las singularidades de la Semana Santa lorquina es la singular mezcla que ofrece de exaltación religiosa y superproducción al mejor estilo de Cecil B. de Mille o Samuel Bronston. Personajes de las culturas precristianas como Ptolomeo IV, Sesac, Vespasiano, Domiciano, Tiberio, Moisés y hasta los mismísimos Julio César, Nerón o Cleopatra pasean en espectaculares carrozas por las calles de Lorca en un alarde politeista y un batiburrillo histórico difícil de imaginar. Y junto a ellos, las acrobacias de carros y caballos que serían la envidia de Ben-Hur o del propio Búfalo Bill.
Trabajo de todo el año
Tras este espectáculo visual está el trabajo de todo el año, la búsqueda de los mejores caballos andaluces, gallegos y murcianos y la contratación de los más arriesgados especialistas en acrobacias. Unas populares aleluyas lorquinas, publicadas en 1984 resumen perfectamente el ambiente:
Se han gastado un dineral
En pugilato triunfal
(…)
Y las vírgenes con su llanto
Recuerdan que es Viernes Santo
Pero, junto al espectáculo único, se impone la pasión. Y el orgullo de ser de uno de los bandos. Es el mundo dividido en dos. O Blancos o Azules. Es el fervor y la pasión cantada, gritada, exhibida como se exhibe lo que de verdad te distingue, son corros de personas a la puerta de las iglesias donde están la Dolorosa de los Azules o la Virgen de la Amargura de los Blancos, corros en donde las gargantas se jalean unas a otras, se calientan tratando de ver quién llega más lejos y más fuerte en el viva.
No hay término medio en Lorca. Es más, por estas fechas el arraigo de ser Blanco o Azul traspasa las creencias. Tiene más que ver con la sangre, con la costumbre, con lo que se ha vivido desde siempre. Es un pueblo que vibra en dos mitades pero al unísono. Serenatas, salves, marchas para recoger las banderas de una y otra cofradia, razones más que suficientes para que el visitante no deje un momento de sentir que está viviendo un entusiasmo colectivo en el que nadie resulta forastero.
La Semana Santa de Lorca es tan intensa como una subida de adrenalina. Tiene la intención religiosa y la manifestación profana, y la sabiduría y experiencia de quien lleva desde 1574 realizando procesiones y 150 años de representaciones bíblicas-pasionales, aglutinando civilizaciones que hoy son historia con otras más próximas. De ahí que a nadie pueda dejar indiferente el espectáculo del Viernes Santo lorquino, el más grande y abrumador de cuantos puedan existir por estas fechas, reviviendo en la carrera principal, sobre impresionantes desfiles, cuadros que hablan de Asiria , Babilonia, Grecia, Israel, y de profetas emperadores o reyes, y todo expuesto con un sentido barroco de la estética, y con un derroche de imaginación que embelesa y acaba por conquistarte.
Hay que llamar la atención del visitante para que no pierda detalle de los magníficos bordados que a lo largo de la carrera se exhiben, auténticas joyas eruditas urdidas con primor, en silencio, y en secreto. Las manos de las bordadoras lorquinas, sus labores de oro, seda y tejidos finos son un bien cotizado cuyos resultados, en estandartes, capas y distintos ornatos, arrancan el aplauso espontáneo del público, que en gradas, a lo largo del recorrido, reconoce el esfuerzo y la belleza de esos primores.
No todo acaba ahí. Detrás de las caballerías, de los grupos que desfilan a pie, de las carrozas y cuádrigas, de las filigranas que hacen unos y otros ante los miles de espectadores, llega el momento del auténtico éxtasis colectivo, el momento en que los tronos de la Virgen de los Dolores y de la Virgen de la Amargura pasean ante el pueblo. Lorca es un clamor, un ascua viva. Cada cual aplaude a su imagen, pero el respeto hacia la del bando opuesto es tan formidable que no cabe más que pensar que allí, cada año, desde hace mucho tiempo, tiene lugar uno de los momentos más sublimes a los que nadie pueda someter sus sentidos.
Durante esos días que la Cristiandad califica de «santos», quienes viven o visitan Lorca asisten con sorpresas y incredulidad a un insólito y poderoso recuerdo de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret. La ciudad de Lorca, monumental y barroca, declarada ciudad noble en 1442, se convierte en una nueva Jerusalén, en un trasunto de urbe milenaria, escenario incomparable donde se representan al caer la tarde el Antiguo Testamento en vivo y en movimiento y la Historia Sagrada; donde toman cuerpo y resurgen del túnel del tiempo aquellos pueblos y civilizaciones de la Antigüedad oriental que ocuparon, invadieron o conquistaron el Creciente Fértil y la Tierra de Canaán.
Una larga historia
La Semana Santa de Lorca, tal como la conocemos, nació probablemente en 1855, cuando la cofradía «de los Azules» decidió salir en procesión con túnicas de rico terciopelo bordado en oro.La cofradía «de los Blancos» no podía rivalizar en este terreno, ya que sus ordenanzas determinaban que el uniforme debía ser de sencillo lienzo, por lo que optó por una innovación capaz de atraer la atención de los fieles. La innovación consistió en la escenificación de «La entrada de Jesús en Jerusalén», en la que intervinieron treinta personas. Al año siguiente, los Azules representaron «la calle de la Amargura, compuesta por guardias pretorianos, el pueblo deicida armado con los instrumentos del martirio, Gestas y Dimas.. y unos cuantos personajes más extraídos de los autos sacramentales todavía vigentes en los pueblos huertanos.
A partir de aquel momento sólo fue necesaria la intervención de algún obispo o algún cofrade capaz de ir dando forma a la imponente comitiva que integra los desfiles procesionales. La rivalidad entre las cofradías se encargaría de poner la nota de suntuosidad en lo que hasta entonces había sido una sencilla sucesión de actos penitenciales. Los gustos de la época, por su parte, se responsabilizaron de que la Semana Santa lorquina quedara integrada entre las tradiciones populares con un aire de esplendor operístico, probablemente muy ajeno a la atmósfera cultural que se respiraba cotidianamente en la ciudad. Entre unos y otros se fue formando una escuela de bordado que, sujeta a materiales tan preciosos como la seda, el oro y la plata, desarrollaría un repertorio de técnicas exquisitamente difíciles y de composiciones tan efectistas como las de la mejor pintura académica. Los mantos de las imágenes, las capas de los jinetes, las vestimentas de todos y cada uno de los personajes y hasta los capirotes de los nazarenos son auténticos muestrarios de un arte delicadísimo y, al mismo tiempo, son la demostración de que la Semana Santa de Lorca es algo que va más allá de lo puramente teatral.