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Las Villuercas, paisaje humano

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Tan sólo una pequeña incursión por Las Villuercas es suficiente para apreciar su riqueza natural. Tal vez el carácter afable y tranquilo de sus vecinos, el cariño por la tierra en la que habitan, sea el mejor secreto para mantener estos lares en estado salvaje. Igual que sus montes y sus iglesias, su castillo, su monasterio y sus calles, las tradiciones de esta particular comarca cacereña se hallan vigentes en todo su esplendor. Por ello, sus gentes son el más preciado.

Las pinturas de los Guadarranques o los abrigos del embalse de Cancho del Fresno se exhiben como primera muestra del asentamiento humano por estos pagos iniciado en tiempos prehistóricos. Pero, ambos, son tan sólo una pequeñísima visión de la riqueza rupestre de la comarca cacereña de Las Villuercas. Un territorio inexplorado, cuidado con sumo mimo por sus habitantes, cuyo mejor legado es el buen hacer y el respeto por su tierra, por su fauna, por su flora y por los viejos oficios que continúan en plena vigencia gracias a la savia nueva de generaciones venideras. Las Villuercas saben a miel, a queso y a vino; huelen a acebo, a quejigos, a fresnos, a saucos y, especialmente a loros, un árbol de la era terciaria del cual quedan muy pocos ejemplares en la Península Ibérica.

La mejor guía para el viajero está en las tardes de verano; en las sillas de enea sobre las que reposan traseros de frentes arrugadas cuyas líneas revelan cientos de leyendas, de historia que sigue transcurriendo en manos cargadas de años de labor; en dedos que siguen trabajando el ganchillo, el punto o el bordado o que, simplemente, sostienen una garrota. Así, la plaza mayor y el Monasterio de Guadalupe, con sus calderos, con sus bordados, con sus cestas, sus quesos, su vino y su miel deja entrever el carácter artesanal de esta comarca. Por ello, para comprender esta tierra que se deja querer a primera vista, no hay nada mejor que charlar con sus gentes. Vecinos como Manuel Torrejón, perteneciente a una saga de caldereros, contarán cómo este particular oficio se fraguó en el Monasterio, entonces poblado de monjes jerónimos; bodegueros como Pedro Alonso Diosdado, en Cañamero, revelarán el secreto del vino de pitarra; las manos de Purificación Ferrer tejerán el paciente bordado con el que se ha ido construyendo la comarca; las piezas del belén de Norberto y María exhibirán la fe de todo un pueblo; los dedos de Doña Concha, en Berzocana, a sus noventa años, conformarán todo un tratado de repostería que se convierte en poema de la mano de Luis Pastor.

Las Villuercas
Las Villuercas

Subiendo y bajando el pico Villuercas, recorriendo sus senderos, tal vez el viajero se tope con algún pastor que le recomiende acercarse hasta Navezuelas a comprar un queso del que, cuentan, tiene Denominación de Origen. Y, seguramente, con paso tranquilo, a golpe de cayado salten ciervos, jabalíes, corzos y nutrias. Y, a golpe de silencio, posiblemente, se escuche el zumbido de las abejas, el vuelo del buitre negro o el planear del águila imperial. Y, seguramente, al viajero tan sólo le quedará buscar un buen poyo desde el cual poder contemplar.

Las Villuercas, un panal
Desde hace algunos años, la miel de Las Villuercas, junto con la de la vecina comarca de Los Ibores, cuenta con Denominación de Calidad. No hay más que pasear por la sierra para encontrar multitud de panales. Los postres de la comarca se nutren con el marcado sabor apícola de la zona.

Viejos oficios nuevas manos
Poco se podía imaginar Antonia, hace quince años, que llegaría a impartir cursos de encajes de bolillos, un oficio tan antiguo como duro que, en Berzocana, resurge en las manos de esta mujer. Tan sólo lleva cinco años moviendo los palillos de madera y todavía recuerda las largas tardes que pasó junto a su tía ,de ochenta años de edad, que, a duras penas, le introdujo en este paciente oficio. Sin embargo, Antonia no vende sus puntillas. En ningún momento ha pretendido comercializar sus trabajos. Su afición no viene de muy lejos, pero su afán por transmitir su saber a las nuevas generaciones es incansable. «Es triste que se pierda una tradición tan antigua», asegura, mientras mueve con sorprendente soltura los palillos. Igual que Antonia se apasionó por los bolillos a través de su tía, Laura, una vecina de tan sólo siete años, sigue con suma atención los pasos de su maestra. Ella es una clara muestra de que, en Las Villuercas, la artesanía se resiste a morir.

La urdimbre de Josefa
En una fresca habitación de Cañamero, Josefa muestra con orgullo su más rico tesoro. El telar que utilizó su abuela y del cual, hoy día, gracias a sus manos, entran hilo y salen refajos, sayas y tapetes. Su trayectoria es larga: «empecé a tejer cuando tenía quince años y todavía no he parado» y, por ello, le duele el alma al pensar que su telar puede dejar de funcionar en pocos años. Le enfada que, en la actualidad, no se tenga la suficiente paciencia como para tejer mañana y noche, pero lo comprende. «Hoy no es como antes, ahora las jóvenes emplean su tiempo en otras cosas», afirma, al tiempo que anuda en el telar los hilos que constituirán la urdimbre. Luego, recorre con la mirada la habitación, señalando la torna, donde se hacen las canillas y algunas sayas y mantas multicolores.

La Fé de Norberto «el del Belén»
Hablar de Norberto y de su hija María es hablar de un gigantesco belén compuesto por más de doscientas piezas hechas en barro que, con muchísimo mimo, comienzan a colocar a partir de octubre. La tradición por el belén viene desde hace años. Norberto recuerda cómo María, que todavía era una niña, se ilusionaba cuando llegaba la navidad por colocar las piezas del Misterio. Ahora, en su casa, tienen una habitación dedicada exclusivamente al Belén.

Bordar para los japoneses y mejicanos
Purificación Ferrer borda desde «que tengo uso de razón». En su pequeña tienda de Guadalupe, frente al monasterio del mismo nombre, guarda verdaderos tesoros. Gracias a sus manos ha recibido multitud de premios. El año pasado fue galardonada en la feria de Milán. Los japoneses y los mexicanos son sus clientes más asiduos.

Una comarca regada con vino
En Las Villuercas huele a queso y a miel, pero también a vino, especialmente en Cañamero. El caldo de esta localidad es famoso en toda la región y fuera de ella. Seguramente, no hay una sola familia en el pueblo que no se precie de tener una bodega, por pequeña que sea. «Utilizamos el vino para consumo propio y el excedente lo vendemos», explica Pedro Alfonso Diosdado, orgulloso de poder ofrecer un vino exento de elementos químicos.

Juan, «el silletero», como le conocen en Alía aprendió el oficio de su padre. Diseño en enea
Juan, a sus cincuenta y tantos años de edad, lleva unos veinte, en Alía, realizando sillas de enea. Asientos que, en otra época, eran imprescindibles y que, con el tiempo, han sido sustituidos por otros diseños y materiales.

Cestas de castaño
Cestas de castaño sin dientes. Victoriano Hernández es el único artesano de cestería de castaño que aún mantiene la tradición en Guadalupe. «Me salieron los dientes trabajando», recuerda, mientras remata una de las tantas cestas y banastas que, luego, vende los fines de semana en la plaza mayor. Cuenta con tristeza que sus hijos no continuarán con el oficio, aunque lo entiende, pues sabe que este tipo de trabajos «no se pagan con dinero».

Poema de Luis Pastor a Berzocana (Cantautor nacido en Berzocana)
Murciélagos cruzan la noche / Y yo sentado en la punta / De una estrella, / Suenan campanas de un reloj / Que se paró en el recuerdo / Crujen puertas de ojos / Que no duermen / El gato y el perro / Se miran con recelo / La música hortera / Contamina el ambiente / El cielo es un valle de / Luciérnagas / Las ranas celebran su / Concierto de agua / El búho entona su lamento / Y los grillos su letanía / Golpea el viento igual que hace mil siglos / Luce llena la luna en su esplendor / Da la hora las cuatro campanadas / Y todo el pueblo duerme menos yo / Sopla el viento y todo se estremece / Arbol, casa, hoja, piedra, flor / Duerme el pueblo como hace siglos duerme / Y anuncia la mañana un gallo cantor / Berzocana, / Planeta que me habita

Artesanos del Cobre
No podemos fijar una fecha concreta para la aparición del cobre en Guadalupe, aunque sí tenemos que remontarnos hasta el Guadalupe medieval, pues, a la sombra del monasterio, La Puebla era una de esas clásicas urbes donde florecían las ciencias y las artes a la que acudían artistas, artesanos y los más ilustres hombres de la época. Existían escuelas de todas las ramas de las ciencias y de las artes: escuela de gramática, miniatura, bordados, medicina y ferias-mercados que atraían la atención de mercaderes, artistas, artesanos y peregrinos a Las Villuercas .

Todavía se conservan algunos vestigios, mejor unos, peor otros, de aquella ilustre época: hospitales, Casa de Cuna, Hospedería Real, calle del Mercado, calle de los Caldereros, molinos y martinetes en curso del río Guadalupejo… Son un simple recuerdo de la vida y actividades del Guadalupe de los siglos XV y XVI. Por lo que a la artesanía del cobre se refiere, fue muy amplia la labor realizada por los jerónimos en las diversas ramas de las artes. Hay que resaltar que está intimamente unida al monasterio, ya que allí aprendieron muchos el oficio de batir y repujar que, después, se ha ido trasmitiendo de generación de generación. En 1462, existía una oficina (escuela) llamada platería situada en los que, hoy, se conoce como Corralón o Iglesia Nueva, constituida por un maestro y varios oficiales y aprendices.

Entre los muchos plateros insignes que dirigieron esta oficina, destaca Fray Juan de Segovia que, a pesar de su apellido, parece que era natural de Guadalupe y aprendió el oficio de su padre. Aún se conservan algunas piezas entre las muchas que hizo y, a pesar de los expolios que ha sufrido el monasterio, sobresale la arqueta de los esmaltes, con preciosos repujados en bronce y exquisitas filigranas. También existe una cajita o portaviático labrado en plata que simula la cúpula de la iglesia parroquial con unas maravillosas arcadas y ojivales góticos.

Pero lo más importante de esta oficina de platería para los caldereros no son los maestros plateros que, ciertamente, tienen gran importancia dentro del monasterio. Quienes tienen relevancia para nosotros son los muchos aprendices que trabajaban junto a estos maestros y que, como era natural y nos indican los historiadores, eran nacidos en Guadalupe. Junto a tales maestros aprendieron el arte de rebatir y repujar los metales. Estos aprendices trabajaban de forma exclusiva para el cenobio y no podían ni siquiera pensar en trabajar por su cuenta, ya que los monjes acaparaban toda la actividad.

Sin embargo, al correr de la historia y las circunstancias de la vida en Las Villuercas , con la decadencia de los jerónimos, los aprendices fueron liberándose, poco a poco, surgiendo una serie de artesanos que habían aprendido el oficio al lado de maestros plateros y orfebres. En los tiempos modernos, la artesanía viene de tradición familiar, en la que destaca la saga de los Collado, que llegaron a estas tierras sobre el siglo XVI. Hoy día, sus sucesores son artesanos del cobre. En la actualidad, existen seis talleres artesanos, siguiendo con la misma tradición que nos dejaron nuestros antepasados, aunque, por su carácter manual, lento y costoso, corren el riesgo de desaparecer.

Un queso con denominación de origen
Los términos municipales en Las Villuercas de Alía, Berzocana, Cabañas del Castillo, Cañamero, Guadalupe, Logrosán, Deleitosa y Navezuelas pertenecen a la zona de producción de leche apta para la elaboración del Queso Ibores, que comprende tanto estas poblaciones como otras tantas en la provincia. Este queso, elaborado con leche de las razas retinta y verata, se presenta en forma de cilindro. Su corteza es semidura y aunque su color natural es amarillo, se suele presentar apimentonado o untado de aceite, lo que permite diversas coloraciones. Todo un placer que no hay que dejar de degustar.

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