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Cristóbal Colón. Cartas desde Sanlúcar

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Cristóbal Colón parte desde Sanlúcar de Barrameda en su tercer viaje hacia lo que el Almirante consideraba las Indias Orientales. Fue una empresa accidentada, dificultosa y preñada de pesimismo que, en gran parte, puedo llevarse a cabo gracias a la ilusión de los sanluqueños.

Muchas cartas debieron salir desde la ciudad gaditana con múltiples destinos. Epístolas de trazo irregular y castellano apenas balbucido que podrían contener cualquier mensaje. Misivas, quizá, como esta.

«Apenas restan unas horas. Es noche cerrada, sin luna, y os escribo esto, amada mía, gracias a la luz que me brinda la triste llama de una vela compuesta más por mecha requemada que por cera y al favor de un joven y aventurero jesuita que me ha prestado su saber de letras para dejaros un adiós. Perdonad, pues, el temblor de estas líneas escritas a oscuras y sin ni siquiera una mesa coja y que os hará llegar un vasco barbudo y malencarado, pero noble, al cual he comprometido a pasar por el pueblo en su regreso a los puertos del norte. En él, ha vencido la duda y la incertidumbre sobre el resultado de este el tercer viaje del Almirante de la Mar Océana Cristóbal Colón a las Indias orientales y las noticias sobre la escasez de oro y de especias, sobre la pobreza que también allí aguarda, le incitan a volver a casa con el mismo gastado jubón con el que llegó a Sanlúcar.

Yo, en cambio, prefiero creer en las bondades que predica el Almirante sobre tan lejanas tierras. Y no es un creer a ciegas. O, quién sabe, quizás sí. Pero vos, querida mía, también creeríais si escucharais hablar al tal Colón, al contemplar cómo las palabras se agolpan en su boca y surgen, a borbotones, incapaces aún de describir completamente las maravillas que él ya ha visto. Palabras derrotadas por la pasión que sólo pueden existir en un marinero que ha sido sorprendido por nuevos lugares. Además, ¿no han creído en él los que en todo el mundo reconocen como reyes de Castilla, aquellos a quienes obedecieron nobles y lacayos, generales y soldados para arrancar a los perros moros de los muros de Granada? Si ellos han creído y han confiscado carabelas para este tercer viaje, justo cuando los armadores se las negaban a Colón ¿no debemos creer nosotros y depositar nuestras esperanzas en las riquezas que esperan al otro lado del mundo?

Ojalá Dios, y que el amable sacerdote que se ha convertido en la primera pluma que esgrimo perdone mi blasfemia, no nos impusiera la dura prueba de la separación, de emprender viaje hacia lo desconocido, alejándome de vuestra belleza y de vuestro amor quién sabe por cuánto tiempo. O quién sabe si, acaso, los días se convierten en eternidad y nunca más pueda mirarme en vuestros ojos. Dios no lo quiera.

Sea como fuere, lo único que deseo es estar ya de regreso con una de esas pequeñas arcas como las que porta el Almirante y en las que, según me han contado, guarda sus más preciados instrumentos de navegación, esos con los que no sería posible hallar ni tan siquiera las ya muy conocidas islas Canarias. Mas, yo, que no soy navegante, no deseo ningún aparato de difícil aprendizaje y manejo, aunque me sirva de guía y me busque los mejores vientos que me alejen de vos. El interior de esa arca, cuando la haga mía, quedará vacío de aire y relleno por gruesas monedas de oro que me llevarán hacia vos y hacia un pedazo de esas fértiles y manchegas tierras doradas de olivas y frutales».

Se retrasa la partida
«¿Esperareis mi regreso? Debo confiar en que así sea. Debo confiar en mi suerte, aunque, hasta aquí, no he tenido mucha. Seguro que vos me hacíais ya sobre las olas, pero no ha sido así. Desearía haceros llegar mejores noticias, pero las de aquí no han sido todo lo favorables que se esperaba y el Almirante, con gesto hosco y agresivas maneras, ha debido retrasar la partida más de dos veces. El otro día, sin ir más lejos, mientras los hombres distribuían la carga entre las cuadernas, le pude ver tratar a un criado a coces y remesones.

Y nadie parece tener más empeño en la empresa que el propio genovés, a quien, en cambio, se le ha negado el optimismo de allá el 1492 y las pontificias bulas de su segundo y posterior viaje. Sin duda, se nota en el aire la pesadumbre de los reyes ante la muerte en el octubre del pasado año del heredero, el príncipe don Juan, y el desgraciado nacimiento sin un soplo de vida, en el siguiente diciembre, del que debía ser su hijo póstumo.

También han llegado a mis oídos, pues por este puerto de Sanlúcar de Barrameda conviene tener todos los sentidos bien despiertos, las críticas sobre el desgobierno de los hermanos del Almirante en la colonia de La Española, desde donde la última nave llegada a Cádiz con esclavos, pero sin oro ni especias, comandada por Peralonso Niño, insinuaba cierta rebelión de un tal Francisco Roldán, ciertamente enemistado con Bartolomé Colón. O algo así se rumorea en los corrillos del puerto, donde las malas lenguas inventan con total impunidad. Mas, cuando el río suena…

Por desgracia, no pude entrar a formar parte de la tripulación de las dos primeras carabelas que envió Colón a mediados de enero desde estos mismos diques y bajo el mando de Pedro Hernández Coronel. Noventa hombres partieron entonces y apenas una quincena debían labrar las nuevas tierras. El resto, que me llegó de buena tinta, como dicen, estaban señalados para formar cuadrillas y trabajar en las minas, para sacar oro, del cual deben dar cada día cierta cantidad… y lo demás que saquen, para su bolsa. Fortuna la de estos condenados que encontraron el indulto de cualesquiera crímenes, excepto del de herejía, y fueron enviados por las justicias a Sevilla, al cargo del Conde de Cifuentes, que, luego, les entregó al Almirante y, éste, deportó a La Española.

Se me ocurre, conversando con mi jesuita-escribiente, que difícil arrepentimiento pueden tener estos condenados puestas sus manos sobre el mismísimo filón de oro. Y me contesta, embutido en su negra saya, que pocos son los hombres honrados, como yo puedo presumir de mi persona, que pretenden embarcarse en este viaje, que los muchos voluntarios que hasta Sanlúcar han llegado no pasan de ser desheredados de fortuna, ex-soldados, nobles arruinados, criminales y gente de pésima reputación. Buen cuidado debe tener de no echar a perder su alma entre semejante calaña aquél que parte con la intención de hacer breve fortuna para cubrir no más que el regazo de la amada.

Aunque de bien poco puede disponer Cristóbal Colón ante la sangría de hombres y de dineros que sufren nuestros monarcas, empeñados en guerrear con Francia o llevando las tropas a proteger al mismísimo Papa de Roma (me dice mi jesuita que los ejércitos entraron en Ostia en marzo del pasado año para liberar a su guía espiritual). Y me insinúa el escribiente que, no sabe exactamente a quién lo ha oído o no desea compartir el nombre del autor, el Almirante ha escogido Sanlúcar de Barrameda como punto de partida por ver que aquí si existe ilusión por este su tercer viaje, mientras que, en Sevilla, temía tal número de deserciones que pusieran en peligro la empresa».

Esperemos buenaventura
«¿Quién sabe cuál será la suerte de este genovés iluminado capaz de hallar un nuevo camino hacia las Indias y emperrado en regresar una y otra vez a tal tierra de promisión? ¿Cuándo podrá agotarse la fortuna de alguien capaz de reunir el valor de encerrarse con criminales y asesinos en las estrecheces de una nao? ¿Quién soy yo para juzgar a alguien como el Almirante, que ocupa tan alto cargo de confianza con los reyes, si yo mismo, por vuestra belleza, pretendo ocupar y compartir las mismas brazas?

Mas, si lo que oigo sobre los que circulan los mares hoy en día es cierto, no puedo sino alegrarme de mi triste compaña. Malos augurios portamos nosotros ante el ímpetu de portugueses y franceses. Quizás los condenados, por la escasa pérdida, sean los únicos dispuestos a hacer frente a estos navegantes bravíos de recios cañones. Bocas de fuego preparadas a escupir dolor y muerte a nuestro paso. Muerte de afilada guadaña que pretendo esquivar para regresar a vuestro lado.

El alba ya ilumina el horizonte y mi escribiente, no sólo mi pluma, también el buen traductor de mis pensamientos, desea buscar un lugar apartado donde verter sus primeros rezos del día. La vela apenas conserva llama y yo debo hallar tres cosas: una, al vasco noble del que ya os hable para entregarle toda mi confianza. Dos, un joven amigo que conocí aquí, un sanluqueño, de nombre Bartolomé, que se embarca conmigo, en calidad de grumete y al precio de veinte maravedíes de paga. Y, una tercera, un rincón reposado de agua donde pueda reflejar vuestra imagen por última vez en tierras españolas antes de que los vientos preñen las velas y me alejen de vos. Allí, a ese rincón, regresaré algún día para recoger mi recuerdo y llevároslo dentro de un arca repleta de oro.

Esperemos buenaventura».
Mateo Expósito

Un viaje difícil
Las circunstancias que rodearon el tercer viaje de Cristóbal Colón, del cual la ciudad de Sanlúcar de Barrameda conmemora durante estos días el quinto centenario, no fueron todo lo halagüeñas que el Almirante hubiera deseado. Sanlúcar sólo fue punto de partida en este viaje, aunque apoyó el segundo, iniciado en Cádiz, embarcando y enviando gente de armas.

Cristóbal Colón
Cristóbal Colón

Tres inconvenientes directos hubo de enfrentar el navegante genovés. Por un lado, el exceso de cargazón, que pensaba aligerar en Madeira, es decir, el tasajo o quesos a adquirir allí para la travesía lo pensaba pagar con el resultado de lo vendible; el mal tiempo, que obligaba a esperar; y las naves francesas que le esperaban hacia San Vicente, en la vía de las islas Canarias, que esquivó poniendo proa a Porto Santo, ante la imposibilidad de presentar oposición, pues no contaba con elementos de combate.

Sin embargo, no fueron los únicos. El pesimismo había calado en la Corte, donde las enemistades hacia Colón eran numerosas; la falta de financiación, debido a los costes de otras empresas, fundamentalmente, de carácter bélico, emprendidas por los monarcas castellanos; las limitadas riquezas extraídas, hasta el momento, de las colonias, muy por debajo de las expectativas creadas; la presencia de navíos enemigos dispuestos a entorpecer las maniobras de la expedición española y la competencia establecida por los portugueses que, en esas mismas fechas, intentaban doblar el cabo de Buena Esperanza.

El Almirante debió llegar a Sanlúcar durante los primeros días de mayo de 1498 para hacerse cargo de los últimos detalles, sorprendiéndole los ánimos de los vecinos de la ciudad en volcarse con el proyecto, venciendo el pesimismo general ante tal empresa. Los retrasos ocasionados por el mal tiempo y la presencia de naves francesas, obligaron a la flota a partir el miércoles 30 de mayo de 1498. En total, Cristóbal Colón logró partir con ocho carabelas y doscientos veintiséis hombres a bordo, entre soldados y delincuentes (incluso, los primeros cuatro gitanos que pisaron el Nuevo Mundo). Dos de los navíos, con los suministros más urgentes, partieron directamente hacia las Indias, mientras el resto se dirigía a Canarias por la ruta acostumbrada. Desde las islas, Colón mandó a tres barcos hacia La Española y, después, reinició sus exploraciones.

En julio, la flota pasó por Cabo Verde y sufrió, durante ocho días, la ausencia de vientos y sol abrasador. Luego, los alisios llevaron a los barcos hasta la isla Trinidad, desde donde se internaron pro el Golfo de Paria y la desembocadura del Orinoco, lugar que Colón confundió con el Ganges hindú.

A mediados de agosto, el Almirante de Castilla volvió a La Española, donde comprobó que, tras tres años de ausencia, la gente se encontraba hambrienta y débil, aquejada de sífilis y de fiebres tropicales. Los impuestos sobre los indios no daban para mantener la colonia que, por único beneficio, había trasladado la capital hacia un sitio más sano y aireado, libre de mosquitos y cera de un filón de oro. La nueva ciudad, fundada por Bartolomé Colón, recibía el nombre de Santo Domingo, como homenaje a su propio padre llamado Doménico.

El relato del viaje hecho por el propio Almirante y remitido a los monarcas castellanos desde La Española, el 18 de octubre, no menciona ni a Sanlúcar de Barrameda ni los preparativos. Del texto destaca el alegato que el propio Colón hace en pro de la continuidad de la empresa indiana, poniendo como ejemplo la constancia de los portugueses en su proyecto durante años, hasta superar todos los obstáculos.

Cristóbal Colón (Génova, 1541-Valladolid, 1506). Marino desde joven, comerció por el Mediterráneo, Portugal y Flandes. Tras naufragar en 1476, frente a las costas portuguesas, se estableció en Lisboa, desde donde viajó hasta Islandia y Guinea. Los intentos de circunnavegación de Africa y su relación con el navegante Diego Perestrello, padre de su esposa, le indujeron a dedicarse a la geografía y a la cartografía. Proyectó llegar a las Indias por el oeste, según la idea del florentino Toscanelli de que el diámetro de la Tierra era menor de lo que es en realidad. Al no hallar ayuda en Portugal, acudió a Castilla, siendo apoyado por los Reyes Católicos en las Capitulaciones de Santa Fe en 1492. Viajó cuatro veces al continente americano. Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, a 29 y martes de mayo de 1498

Del Castillo de Doñana
Un recorrido por la ciudad de Sanlúcar de Barrameda debería iniciarse en la parte alta de la ciudad, donde el segundo duque de Medina Sidonia levantó el castillo de Santiago, en 1477. De planta cuadrada, destaca la torre del homenaje, de forma hexagonal. Hacia el centro de la ciudad, cerca del ayuntamiento, se encuentra la parroquia de Nuestra Señora de la O, la iglesia más antigua de la ciudad (siglo XIV). En la misma plaza de San Roque se ubica el palacio de Medina Sidonia, aunque de su construcción original del siglo XV sólo conserva la fachada de la Cuesta de Belén.

A la bajada de ésta, se levantan las Covachas, una obra del siglo XV en estilo gótico en la que resalta la fachada de arcos ojivales. El ayuntamiento ocupa el palacio de los Infantes de Orleans, antigua residencia de los duques de Montpensier, poseedor de hermosos salones, patios y jardines. Al lado, en la Cuesta de la Caridad, se localiza el santuario de Nuestra Señora de la Caridad, del siglo XVII y renacentista levantado por Alonso de Vandelvira. En su interior, se encuentra la patrona de la ciudad.

La parroquia de Santo Domingo, en la calle del mismo nombre, es una obra del siglo XVI que perteneció al antiguo convento de Dominicos y en cuyo interior se encuentran los sepulcros de la casa ducal.

Por la ajardinada Calzada del Ejército, se llega al paseo marítimo y a los doce kilómetros de playas de arena finísima. Y, al otro lado de la ciudad, se extiende el Parque Nacional de Doñana, la mayor reserva natural de Europa, que alberga una gran variedad de especies animales, algunas de ellas en peligro de extinción como el lince ibérico o el águila real.

Sanlúcar de Barrameda
Sanlúcar de Barrameda se sitúa en la costa atlántica de Andalucía, siendo una de las principales poblaciones de la provincia de Cádiz. Concretamente enclavada en el margen izquierdo de la desembocadura del río Guadalquivir y frente a una de las principales reservas naturales del continente europeo, el Parque Nacional de Doñana.

En la actualidad las playas siguen convocando un gran número de personas interesadas en el placer de disfrutar del sol y del mar.

Las playas de Sanlúcar ofrecen además el celebrado entorno paisajístico de Doñana, siendo un lugar muy agradable para el paseo incluso en los buenos días de invierno. Son, además, el lugar de celebración del singular espectáculo veraniego de las Carreras de Caballos de Sanlúcar de Barrameda.

 

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