La comodidad que ofrece el automóvil ha dejado caer en el olvido el romanticismo de los antiguos medios de transporte, cuando los viajes se convertían en una pequeña aventura de varios días de duración. Coches, aviones y trenes de gran velocidad han acortado las distancias y las carbonillas han desaparecido. Mas, al ferrocarril siguen acudiendo los más diversos viajeros cuyas vidas se confunden sobre los andenes. Un día cualquiera en una estación es una pequeña muestra de cómo se viaja en la actualidad.
Leer un libro cualquiera sobre el suelo; andar con paso nervioso, impaciente, de un andén a otro; plantar los brazos en jarras frente a la vía, bajo el gran cinco que indica el número de muelle, mientras el tren frena lentamente; dormitar en un banco metálico, dispuesto en el gran vestíbulo que hace las funciones de sala de espera, oculto tras un redondo sombrero andaluz o bajo unas gruesas gafas de negro cristal (quién sabe si los párpados permanecen abiertos o cerrados…).
Esperar, en definitiva, a que la máquina cumpla puntualmente con el horario preestablecido. Y apenas unos minutos de retraso son recibidos con un gesto de fastidio, con un ánimo alterado que obtienen su representación sónica en la acerada fricción de las ruedas contra el raíl, del rancio freno contra el disco rodante sobre el que bascula el vagón.
La imagen puede tener lugar en cualquier sala de espera. Incluso, en el conocido comedor del hogar familiar donde el tiempo transcurre en la lenta preparación del próximo viaje. El ciudadano español ha hecho del viaje casi una costumbre y los traslados se suceden a la menor oportunidad: vacaciones, festividades varias, puentes… Viajes en los que el automóvil se ha impuesto con cierta facilidad por sus cualidades inherentes (movilidad, autonomía, coste, comodidad, accesibilidad…), pero para los que, otros medios de transporte, no han dejado de estar presentes.
Hoy día, el ferrocarril ha adoptado una imagen moderna que, en algunas ocasiones, incluso, obliga a añorar a las antiguas locomotoras de vapor, a las viejas imágenes, contempladas en películas de la época, en las que cualquier trayecto se convertía en una pequeña aventura, capaz de disfrutar de un momento prefijado para la salida , pero de una acusada indeterminación para la llegada al destino. Por fortuna, aunque no es más que una consecuencia del actual estilo de vida, el viaje en tren goza, en estos momentos, de altos niveles de puntualidad y de calidad y se ha convertido en algo con ciertos visos de naturalidad. Así lo certifican los más de veinte millones de viajeros que, por ejemplo, tuvieron los trenes de recorrido regional durante el pasado año.
Y, por contra, difícil es sustraerse a la emoción del viaje. Al animoso sentimiento de aquél que se sabe dispuesto a emprender el conocimiento de nuevos lugares y nuevas gentes. Y, aunque cualquier sala de espera puede ser similar, sólo el viajero de tren disfruta de diversas cualidades propias de las estaciones, allí dónde los destinos son tan variados como la tipología de los ferrocarriles y dónde hay que aprehender a mezclar el propio ánimo con el de muchas otras gentes.
El lector
La estación de Valencia ha sabido conservar un innegable sabor de principios de siglo. Allí, el moderno, vidriado e informatizado taquillaje se arrincona en un lateral, cediendo el protagonismo del vestíbulo a las viejas taquillas levantadas en noble madera. El brillante y pulido ocre enmarca las cristaleras a través de las cuales se sirven los billetes que dan acceso a los traslados regionales y de cercanías. La mirada resbala hacia el suelo, donde se reflejan paisajes y paisanajes y, luego, indefectiblemente, repasa el cuidado adorno de paredes y columnas hasta llegar al techo. Antes de llegar a las antiguas vigas de madera, habrá tiempo para observar con detenimiento las farolas que rodean las columnas y, sobre todo, el enorme reloj fabricado en Vitoria. Las horas transcurren en él al mismo ritmo que en la muñeca del viajero, pues su gigantismo no las acelera ni las ralentiza, a pesar de que puedan ser muchos los minutos perdidos en la contemplación del muy detectable movimiento de las agujas.
El viajero literario goza de la ventaja de la inexistencia de horarios. Para él, no existe el concepto de puntualidad, tan marcado en los trenes, y la prisa sólo toma relevancia en el compañero que pasa al lado, indiferente, colgado de su maleta
El tamaño de tan honorable heredero de las clepsidras guarda estrecha relación con las puertas de la estación. Las hojas permanecen constantemente abiertas y parecen constantemente atravesadas por fugaces recorridos de luz y color. Son los viajeros que no se detienen en la contemplación, sino que buscan otra puerta en la que los reflejos amarronados se vuelven rojizos con la lineal luminosidad de los cuadros de horarios y destinos, de andenes de salidas y muelles de llegadas.
Es ahí, donde el tren nunca llega a rozar los topes, el lugar escogido por el pasajero para esperar su turno. Y la espera puede ser de lo más variada. A la izquierda, según se entra, los sones de un tiovivo se confunden con la algarabía de los más pequeños, aunque, a lo largo del día, algunos no tan pequeños ocuparán la minúscula silla de montar sobre los hieráticos caballos con objeto de verter un puñado de risas.
Desde este lugar, el viaje puede iniciarse en cualquier momento, aunque, para algunos, ya hace tiempo que empezó. Un tiempo contabilizado en las páginas de un libro; otro viaje iniciado hace varios días y del cual ya han debido transcurrir un centenar de páginas impresas; un viaje dentro de otro viaje y que, en esta ocasión, se ha retomado en el mismo suelo, con el pie de una maqueta como respaldo, y el mármol a modo de improvisado asiento. El viajero literario goza de la ventaja de la inexistencia de horarios. Para él, no existe el concepto de puntualidad, tan marcado en los trenes, y la prisa sólo toma relevancia en el compañero que pasa al lado, indiferente, colgado de su maleta.
Innecesario, quizás, cargar con tal bulto. Sobre todo, porque los de mayor volumen ya han superado el trámite de la facturación. El equipaje de menor cuantía y, por contra, el más apegado al viajero, es el que no abandona el férreo abrazo de los dedos. Allí, en el andén, afrontando la grisácea luz diurna cuyo paso parece vetado, un neceser se convierte en alumno aventajado y tira de su dueña en busca del asiento reservado. Mientras, en el lado contrario un par de bolsas de plástico reniegan de su condición y del viaje. Quizás teman no volver.
Sobre la bici
En cambio, el regreso es algo ansiosamente esperado. En la entrada, en una de las puertas menos utilizada, un perro de buen tamaño aguarda, con la lengua fuera, la llegada de un ser querido. No es el único, pero sí, quizás, el más llamativo por hechuras y por pelaje. La correa aparece tirante, pues, al otro extremo, está atada la dueña, compartiendo el mismo sentimiento enfrente de un sombrero gris y aflamencado que destierra seriedad al rostro que se le dibuja debajo.
El can tardará en ver satisfecho su deseo y contempla, con sana envidia, a todos los que han visto recompensado el esfuerzo con la llegada del tren. En la vía tres, debajo del cartelón, los abrazos y los besos se suceden al retomar conversaciones dejadas en el aire, diálogos pendientes del actual reencuentro. Son palabras y besos de saludo, de bienvenida, lejanos y distintos de los que disfruta una pareja en otro rincón, rodeados de bolsos y mochilas, antes de iniciar viaje. Gestos nerviosos delatan la preocupación última ante los posibles olvidos, ante los últimos detalles (una lata de bebida, un bocadillo) que pueden hacer más cómodo el viaje.
El cuadro parece no tener fin y las pinceladas aparecen y desaparecen con rapidez. Unos niños, formando parte del equipaje, gozan del paseo sobre uno de los carritos destinados a las maletas. Una señora repintada y adornada con una diadema se interna entre el gentío haciendo caso omiso de la curiosidad que despierta. Dos religiosas, extraídas de su convento, comparten voces apenas susurradas y pública intimidad bajo los hábitos. Y una pareja de aguerridos ciclistas, con las mochilas sobre la espalda y los bártulos a lomos de sus monturas, hacen acopio de esfuerzo para empujar sus cuatro ruedas hasta las cercanías de un banco. Sobre éste, quedan apoyadas las bicicletas que enseñorean sus cuidados y sus kilómetros, sin saber que el próximo recorrido será sobre otras ruedas. Sin tomar conciencia de que, en el inminente viaje, van a quedar convertidas en simples viajeros.
El tren de Valencia
La implantación del ferrocarril en la región valenciana se debe a la iniciativa de José Campo y Pérez, financiero y político que, el 31 de enero de 1851, constituyó una junta para formar la Sociedad del Ferrocarril del Grao de Valencia a Xátiva, en la que figuraba como presidente el duque de Riansares y, como vicepresidente, Luis Mayáns. Campo fue el gerente de la nueva sociedad que contaba, además, con once vocales, entre los que figuraban el político Manuel Beltrán de Lis, el marqués de Cáceres, Joaquín María Borrá, etc.
Las obras comenzaron el 25 de febrero de ese año y, el 21 de marzo de 1852, se inauguró el tramo Grao de Valencia-Valencia. Al día siguiente, comenzó el funcionamiento normal, con cinco trenes diarios de ida y vuelta, a tres reales el billete de primera clase, dos el de segunda y uno el de tercera. Los primeros maquinistas, no obstante, eran ingleses, al igual que el ingeniero que proyectó el tendido. En 1854, la línea llegó a Játiva y, en 1859, a Almansa, enlazando allí con las líneas Madrid-Almansa y Alicante-Almansa. Después, se inició un nuevo tendido para unir Valencia con el ferrocarril Barcelona-Tarragona.
A fines del XIX, la Sociedad Valenciana de Tranvías unió la capital con poblaciones como Paterna, Cabañal, Alboraya o Fagelbuñols. Y al iniciarse el siglo XX, los ramales secundarios estaban prácticamente terminados y la red de ancho normal había alcanzado casi su longitud actual. Sin embargo, el ferrocarril, más que un estimulo para la economía, fue un negocio a corto plazo con las concesiones para su construcción. Y el tendido, aunque organizó el comercio interior y permitió salir de la semiautarquía, no inició el desarrollo industrial, ni el científico-técnico (técnicas y personal especializado fueron importados). Además, la falta de planificación de los constructores, lo convirtió en un negocio ruinoso necesitado continuamente de ayuda estatal.