Resulta difícil permanecer en Lisboa y abstraerse a saborearla desde sus colinas, del mismo modo que parece absurdo tratar de descubrirla sin dejarse llevar por sus calles. Mas, como gran capital, la ciudad lisboeta ha adquirido un carácter propio que se manifiesta a través de varios tesoros. Joyas cuyas principales muestras se advierten a simple vista y que componen un vivo corazón del cual parten tres arterias: sus admirados azulejos, el art nouveau de muchas de sus cafeterías y, sobre todo, sus tranvías.
Un día en Lisboa sobre raíles es, seguramente, uno de los mejores métodos para conocer la ciudad, pues no sólo acercan al visitante a los lugares que desee contemplar, sino que también le va a permitir pulsar el verdadero latido de la ciudad. Y, para algunos, sirve como particular medio de transporte tanto en el tiempo como en el espacio, dado el recuerdo que provoca en los visitantes norteamericanos, capaces de ver enormes parecidos con San Francisco, aunque no sólo por los tranvías, sino por la singular disposición de la ciudad.
Sin duda, la forma más espectacular de llegar al Barrio Alto, según afirman los propios lisboetas, es tomando el Elevador de Santa Justa. Aunque los funiculares de la Gloria y de la Bica no son menos sorprendentes. Otros muchos, sin embargo, aseguran que el mejor paseo en tranvía lo ofrece el número veintiocho. Pero, al margen de opiniones personales, sí es posible afirmar que cualquiera de ellos ofrece una forma diferente de ver la capital.
Del sistema americano a la última tecnología
Los transportes de la capital lusa fueron, a finales del siglo XIX, blanco de constantes críticas. En 1870, la Cámara Municipal de Lisboa recibió varias solicitudes para la explotación de un nuevo modelo de transporte conocido como sistema americano. Para ello, se contaba con nuevos carros que los periódicos de la época calificaron como más cómodos y seguros, buenos para transportar cargas y pasajeros, que eran movidos por caballos. Este sistema pasó a manos de capitales extranjeros, dando lugar al nacimiento de la Companhia Carris de Ferro de Lisboa (CCFL). En 1873, la CCFL se convirtió en la primera empresa de transporte público organizada expresamente para funcionar en Lisboa.
Más adelante, el 5 de julio de 1897, la Cámara concedió la autorización necesaria para modificar el sistema de tracción animal por el eléctrico. Las noticias sobre las nuevas máquinas de transporte colectivo inquietaron a la opinión pública, pues se afirmaba que modificaría la esencia del paisaje lisboeta. Pero, en realidad, las opiniones no eran más que la expresión del miedo ocasionado por el desconocimiento y la desconfianza ante los nuevos inventos: aquellos carros iban a ser movidos por la electricidad. Así que no estaban seguros de como sería, exactamente, su funcionamiento y preferían asegurar, sin base alguna, que aquellos aparatos serían peligrosos.
Indiferente a las protestas, la compañía inició las obras precisas para la instalación de las líneas y de la central eléctrica, proveedora de la energía del sistema. El 31 de agosto de 1901 fue inaugurado el nuevo servicio de tranvías con la línea que hacía el recorrido entre Cais do Sodré y Algés. Desde aquel momento, ningún acontecimiento de Lisboa se ha podido explicar sin los tranvías que, antiguos y modernos, ascensores y funiculares han tejido con sus cabos eléctricos, de día y de noche, la savia que hace latir la ciudad.
El elevador de La Bica
Los candidatos a pasajeros aguardan de pie la llegada del ascensor (…). Los sábados por la mañana suben muchos lisboetas con listas de compra que huelen a pescado y a coles, con bolsas de plástico ruidosas. Vienen de La Ribera cargados de comida para el fin de semana, ansiosos por volver a casa (…). «Esto está lleno los sábados por la mañana. Ahora van todos al supermercado». Un viejo se da la vuelta. «Oye, las cosas son más baratas. Yo acostumbro a ir al de Graça, donde estaba el cine, ¿sabe?. Es más barato». «No estoy de acuerdo. El pescado deja mucho que desear», replica una señora que remata la conversación con quejidos sobre el frío de enero. Los viejos toman el gusto por subir y bajar. Son los fervorosos defensores del funicular de la Bica.
Amistades y desencuentros en una fila de espera
En las filas de espera, los pasajeros de los tranvías acumulan los males de la vida, exaltan los tormentos de los lisboetas (…). Al principio las filas se forman en silencio (…). El proceso de comunicación se asemeja al de una especie de enamoramiento. Los primeros minutos, el pasajero presenta timidez. Primer síntoma de desespero: se arriesga a conversar en monosílabos. Pasados veinticinco minutos, se comunica con el personal que está delante y detrás. Siente la necesidad de comunicarse para disminuir la incomodidad provocada por la idea de faltar a un compromiso. Pasan treinta minutos. Ninguno sabe a qué hora llegará el tranvía. Todos están atrasados, todos comprenden las razones de los otros (…). ¡Ya viene!, el tranvía surge del fondo de la calle.. La batalla de entrada acaba con amistades prometedoras.