Sevilla está más bella que nunca, por estas fechas, para exhibir mediante música y alboroto, lo más importante de esta ciudad mágica: el espíritu alegre y campechano de su gente.
Alfonso X El Sabio otorgó permiso para celebrar ferias en Sevilla en abril y en septiembre. Tradición perdida hasta mediados del siglo XIX, cuando dos concejales del ayuntamiento hispalense decidieron recuperarlas. Aprobado en pleno y solicitado a la Reina Isabel II, la primera feria se inauguró en el Prado de San Sebastián el 18 de abril de 1847.
Tal vez, el huracán que había desolado a Sevilla en 1842 y la penuria económica de años posteriores eran «mitigadas» temporalmente con la celebración de esta feria que se veía como un «balón de oxígeno» para los malos momentos. A pesar de que comenzó siendo una feria exclusivamente ganadera, hoy día se ha convertido en una singular expresión del pueblo sevillano, que sale a la calle exhibiendo su mejor sonrisa.
«Hay que venir aquí para saber lo que es», asegura un sevillano de pura cepa bajo el arco de la Macarena. «Ustedes pueden escribir lo que quieran y yo les podría contar mucho más, pero lo mejor es venirse de la mano de cualquier sevillano a esta feria», apunta, ya que son pocas las casetas de acceso libre.
El embrujo sevillano, tan traído y llevado, el «duende» de Sevilla parece sólo sentirse pisando los pies en su catedral, en sus bares de tapas o en su archiconocido parque de María Luisa. Por estos días, parecen estar desiertos. Pues sus vecinos, aquellos que pasan día a día por delante de la Giralda o de la Torre del Oro, han trasladado sus corazones a ritmo de sevillana al Real de la Feria, como si por unos días la ciudad hubiera cambiado de ubicación.