Ciertamente sí, me parece muy merecedora de elogio y reconocimiento la humilde berza, así sólo sea porque cuatro mil años de historia de la supervivencia humana tienen en la berza un referente ineludible. Desde luego, sí en lo que hace a nuestros más antiguos ancestros europeos, y hasta a los orientales también, ya que la berza asiática, sólo ligeramente distinta en su morfología a la nuestra, también se sitúa en la cúspide de su propia pirámide de alimentación ancestral.
Con tan rancia historia no resultará extraño que hoy en día contemos con un catálogo realmente amplísimo de variedades de esta crucífera, adaptada cada una de ellas al clima y a los usos que se le dieron en cada zona. Como curiosa es, a la par, la concurrencia en todas las áreas, centroeuropeas, balcánicas, peninsulares, de su aprovechamiento simultáneo ya sea como alimento humano, o bien como apreciable parte de la dieta ofrecida a los animales domésticos.
La berza ha sido, durante siglos, la verdura-hortaliza de los más humildes; de ahí que no sea nada fácil localizar su concurso en ninguno de los recetarios clásicos. Todo lo cual, sin embargo, no nos impide conocer abundantes detalles y rastros de presencia secular, por los numerosos testimonios, siempre peyorativos, es verdad, que abundan al respecto, como aquella carta que un mariscal napoleónico envió a su casa describiendo su impresión acerca de la recién ocupada capital rusa, anotando al respecto que “todo aquí me huele a berza”… Para percibir ese intenso olor desde luego no tenía que aventurarse tan lejos: podría haberse paseado por cualquier villorrio o aldea propia, bretona, normanda, o alsaciana, donde la berza también, por aquel tiempo, era fundamental ingrediente del puchero popular. Y no digamos ya si le hubiera tocado venir hasta Galicia, en persecución y acoso del británico Moor: ¡hasta el florido bicornio se hubiera puesto de berza!.
Claro que, tal vez, habría cambiado de aserto, si le fuera dado probar la mágica combinación de la berza y la alubia, sobrenadando en la jocunda densidad que las patatas aportan, con su toque de unto y el efecto contundente de unos huesos bien encarnados de costillar o de espinazo de cerdo. ¡Ay, mi mariscal, que eso es gloria, el caldo nuestro!… Y nada más se diga de otras, muchas, sublimes combinaciones y concursos. Pero es verdad que, ya que hemos sobrepasado aquellos tiempos de la necesidad extrema, convendrá hoy adecuar nuestro consumo, que ya no ha de compartirse con la cuadra, a una mayor exigencia en cuanto a la calidad y, sobre todo, la ternura de la berza que destinemos a nuestra olla, tanto mejor cuanto más joven, más pequeña, y más rizadita en sus bordes.
Fuera del caldo tradicional, los cocineros de hoy más rabiosamente vanguardistas están teniendo el acierto de redescubrir la enorme potencialidad culinaria de la berza ancestral. Fijándonos en ellos, podemos sorprendernos con el magnífico arrimo que una atildada guarnición de berzas le hace a muchos pescados, y hasta a ciertos mariscos.
Lo que, en todo caso, conviene para estos casos es cocer siempre la berza en un recipiente a parte, en abundante agua, que hierva a borbotones, y siempre destapada, para atenuar en la mesa algo, si se quiere, de ese intenso olor azufrado que tanto distingue a la Brássica olerácea, que tal es el nombre científico de esta crucífera a la que tanto debemos los gallegos. Yo tengo para mí que, o soy un berzotas, que puede muy bien ser, o estoy “en la berza”, que tampoco me es novedad, o tenemos berza para otros cuatro mil años, porque la muy “brássica” nos da lo mejor de sí para cada tiempo y lugar: ahora que tanto imperan los criterios dietéticos, resulta que la humilde berza es rica en vitaminas B, C y E, y su aporte calórico es tan gozosamente bajo (apenas un 24%) que la hace ideal para los regímenes de adelgazamiento. O sea que ¡no hagas el berzas!, y apúntate a la moda. Buen provecho.