Convencido del sentido trascendente de su misión como monarca católico contra herejes e infieles, el monarca español combatió en múltiples frentes que le llevaron a agotar la hacienda estatal y a empobrecer una Castilla castigada por malas cosechas y epidemias.
Acaso por ello, volcado en mantener un imperio inmenso, la huella del monarca en Madrid es escasa, aunque ha dejado la impronta más importante: fue el responsable de hacer de la villa capital de España y lugar de la Corte.
El cuarto centenario de la muerte de Felipe II provocó un aluvión de textos revisionistas sobre la figura de un monarca que poseyó el mayor imperio conocido hasta ese momento. Eran tiempos de conflictos, en los cuales el nacimiento de nuevas confesiones, fundamentalmente, el protestantismo, la constante amenaza del imperio otomano y el enfrentamiento con las grandes potencias europeas, sobre todo, Inglaterra, por los intereses en los Países Bajos, Portugal y América, llevaron al soberano español por una desenfrenada carrera de guerras en el exterior de la Península Ibérica. Por otra parte, la sangría económica que supusieron tales enfrentamientos sumieron a las tierras castellanas en un constante empobrecimiento, provocado por la acumulación de impuestos que debían financiar la política real. Acaso por este motivo, las ciudades españolas y, en particular, Madrid no fueron objeto de la atención del rey y las obras promovidas en ellas fueron escasas.
Sin embargo, Felipe II le hizo a la villa y corte el más preciado obsequio al nombrarla capital de su imperio y trasladar definitivamente la corte a los parajes del viejo Magerit. Fue el inicio de un largo proceso que, desde la institución de capital de España y la extinción de la dinastía de Felipe II, sólo contiene ciento treinta y nueva años. Pero en ese escaso siglo y medio, Madrid cambió su fisonomía desde poco menos que un poblacho que, en 1513, tenía tres mil habitantes hasta ser una ciudad tumultuosa con más de cuarenta mil personas, a comienzos del siglo XVII. Quizás, Felipe II no se preocupó de Madrid, pero, con el nombramiento concedido, sentó las bases de su posterior desarrollo. A pesar de ello, en las calles madrileñas todavía es posible contemplar la escasa herencia monumental legada por el monarca.
En julio de 1561, Felipe II convirtió Madrid en residencia permanente de los reyes de España al trasladar la Corte desde Toledo. En la villa, nació Felipe III, al cual se puede considerar como primer rey madrileño y, curiosamente, se llevó la Corte a Valladolid entre 1601 a 1606. Aunque nadie se preocupó de proclamarla oficialmente como capital del reino, Madrid ejerció como tal y padeció un rápido crecimiento que, generalmente, no obedeció a ninguna previsión, puesto que la corona no proyectó un plan urbanístico y el ayuntamiento careció de fondos para hacerlo.
Por el contrario, las fundaciones españolas en el Nuevo Mundo poseían planes racionales de desarrollo urbanístico. Una provisión del Consejo de Castilla, de septiembre de 1567, señala el perímetro de la ciudad de Madrid. Poco más o menos, se iniciaba en la Puerta de Toledo, situada entre las calles del Humilladero y la Arganzuela; para continuar por la calle de Lavapiés, la puerta de Antón Martín, en la calle de Atocha, y la Carrera de San Jerónimo, entre las calles que hoy se llaman de Echegaray y Ventura de la Vega. Indudablemente, seguía por la Puerta del Sol, a la que salía por Cedaceros, para seguir por Peligros, buscando la Puerta de Santo Domingo para bajar hacia el Alcázar y cerrar el círculo en la Puerta de Moros.
Sin embargo, a finales del siglo XVI, la villa había duplicado esa superficie y seguía creciendo siguiendo sus líneas de comunicaciones. Tras recibir la Corte, Madrid se convirtió en obligado punto de cita de mercaderes, diplomáticos, soldados, truhanes, príncipes y religiosos de todas las naciones. Tal fue así, que Navarrete escribió: «toda la inmundicia de Europa ha venido a España, sin que haya quedado en Francia, Alemania, Italia, Flandes, y aun en las islas rebeldes, cojo, manco, tullido ni ciego que no haya venido a Castilla».
Alrededor de la Calle Mayor
El reinado de Felipe II se extendió entre 1556 y 1598. Durante esa época, el monarca se mantuvo demasiado ocupado por los problemas de política exterior como para ocuparse de Madrid. Además, sus iniciativas monumentales se dirigieron hacia dos proyectos que, a pesar de encontrarse en lo que hoy es la Comunidad Autónoma madrileña, no forman parte de la capital, como son el monasterio de El Escorial y el palacio y los jardines de Aranjuez. Por todo ello, un recorrido por la villa que habitó Felipe II es un tanto reducido, tiene como eje principal la calle Mayor y, sobre todo, consta de pocos monumentos, en su mayoría de construcción particular.
Acaso, el inicio de este paseo deba hacerse en el Puente de Segovia, uno de los muchos que cruzan el río Manzanares. Juan de Herrera, el mismo arquitecto que se encargó de diseñar El Escorial, lo construyó hacia 1582 o 1584, empleando, según documentos de la época, más de doscientos mil ducados. Consta de nueve arcos desiguales de medio punto que, desde el central, alto y espacioso, decrecen simétricamente hacia ambos lados. La obra se realizó con sillares de granito que se prolongan formando aletas almohadilladas a uno y otro lado y está coronada sobre el antepecho con grandes bolas de la misma piedra, muy características del severo gusto herreriano.
Desde el Puente de Segovia, sito a la altura de Pirámides, no es difícil alcanzar el inicio de la Calle Mayor al lado del viaducto. En realidad, esta calle se debe a una ampliación realizada por Felipe II con la intención de unir el alcázar con el monasterio de los Jerónimos. Un pequeño paseo sirve para enlazar, abierta en la misma calle, con la plaza de la Villa, donde, en la actualidad, se encuentran las dependencias de la casa consistorial capitalina. Precisamente, ocupada por dependencias municipales y unida a la Casa de la Villa por un arco que cruza sobre la calle de Madrid, se levanta la Casa de Cisneros.
El edificio se levantó en 1537 por Benito Jiménez de Cisneros, hijo de Juan, que, a su vez, era hermano del cardenal, muerto en 1517. Su fachada principal da a la calle del Sacramento y luce ornatos platerescos. La parte posterior es la que da a la plaza de la Villa y por donde, hoy, se accede a su interior. De aspecto moderno, se levanta sobre lo que, en tiempos, fueron corrales, cochera, cuadras y dependencias de la servidumbre. Es de los pocos ejemplos de estilo plateresco que posee Madrid, aunque tiene detalles renacentistas en la puerta y la ventana que se abren en la fachada principal.
De esta casa, vestido con las ropas de su mujer, escapó la noche del 18 de marzo de 1590, Antonio Pérez, el secretario de Felipe II acusado de alta traición. El Consejo de Guerra estuvo en ella instalado durante el siglo XVIII, cuando también fue residencia del conde de Campomanes. En 1845, fue dividida en viviendas separadas, naciendo, en una de ellas, el conde de Romanones; vivió y murió el general Narváez, El Espadón de Loja, que apoyó el trono de Isabel; y, durante los últimos años del siglo, con la Restauración, la habitó el general Polavieja, popular tras su regreso de ultramar.
Finalmente, en 1909, el ayuntamiento de Madrid la compró a los herederos de la condesa de Oñate, cuando era alcalde el conde de Peñalver, y, en 1915, fue objeto de una intensa obra de reforma y ampliación diseñada por el arquitecto Luis Bellido.
También de la misma época y ocupada por dependencias administrativas es la Casa de la Panadería. Data de finales del siglo XVI y recibe tal nombre porque en sus bajos estuvo situado el principal despacho de pan de Madrid. Pero, desde uno de sus balcones, los últimos Austrias presidían los cortejos que se celebraban en la plaza. En su interior, merece ser visitado el Salón Real, decorado con frescos de Claudio Coello y José Ximénez Donoso del siglo XVII y un espléndido zócalo de azulejos elaborados en Talavera de la Reina originales de la época de construcción de la casa
El edificio se levanta en la plaza Mayor, alberga el archivo de la villa y puede considerarse como el más noble del recinto. Desde su origen, su fachada estuvo decorada con pinturas, aunque las que ahora ostenta fueron realizadas durante los últimos años de la década de los ochenta por Carlos Franco Rubio.
Las siete chimeneas
Los pasos conducen, curiosamente, a otra plaza, no menos emblemática que la Mayor. Su actual fisonomía no corresponde ni remotamente con la que debiera tener en tiempos de Felipe II, pero merece una mención puesto que la Puerta del Sol recibió tal nombre a mediados del siglo XVI, cuando, por su emplazamiento, ejercía de puerta de entrada y salida de la ciudad, orientada hacia el levante y donde aparecía pintado un sol.
La algarabía habitual de este lugar donde, al igual que en la Plaza Mayor, se dan cita nativos y foráneos, cambia por el recogimiento monacal de la siguiente parada. El Monasterio de Descalzas Reales no está demasiado lejos y, tras retroceder hasta alcanzar la calle Arenal, se llega a la plaza de las Descalzas, donde se levanta este cenobio fundado por la hermana de Felipe II, Juana de Austria.
El monasterio ocupa una antigua mansión que perteneció a Alonso Gutiérrez, tesorero del emperador Carlos V, cuyos escudos aún enseñorean en los capiteles del claustro. El lugar ofreció cobijo a distintas familias reales, y, en ella, la emperatriz Isabel vivió y dio a luz a la princesa Juana. Precisamente, cuando esta princesa tuvo la iniciativa de fundar un cenobio, decidió que fuera en el mismo caserón donde había visto la primera luz. En aquella época, el edificio estaba todavía fuera del recinto de la villa, formando parte del arrabal de San Martín que había crecido alrededor del viejo monasterio dedicado a este santo y que estaba en las inmediaciones mismas del palacio. De esa época, provienen los nombres de la actual calle de Postigo y de la plaza de San Martín, a pesar de la desaparición de ambos.
Las obras de acondicionamiento que convirtieron el viejo palacio en un convento para monjas franciscanas finalizaron en 1564. La obra fue responsabilidad de Antonio Sillero, mientras que la fachada del templo es un diseño de Juan Bautista de Toledo. Desde su fundación ostentó el título de Real y, desgraciadamente, el interior se quemó en un incendio en el siglo XVIII, pues la comunidad de religiosas descalzas que lo habita vio el lugar adornado y enriquecido, a lo largo de los siglos, con cuadros, fundaciones, capillas y relicarios que lo han convertido en un museo que alberga obras de Rubens, Ribera, Murillo, Zurbarán, Tiziano, Carreño, Ricci, etc., además de poseer un rico relicario con magníficas obras de orfebrería.
Ya un poco más lejos, en la Plaza del Rey, se levanta el destino final de este itinerario por el Madrid de Felipe II. Allí, ofreciendo servicio al Ministerio de Cultura, se levanta la Casa de las Siete Chimeneas, llamada así por todas las que se alzan sobre el tejado. Poco ha variado este edificio desde que se construyera por los lugares traseros del convento del Carmen, que daba a la calle de Alcalá y se extendía por detrás con huertos y jardines. La silueta de la casa recogida en antiguos grabados semeja más una casona de campiña que una mansión urbana.
Originariamente, en su construcción, fechada en el último tercio del siglo XVI, intervino Juan de Herrera. Perteneció al secretario de Antonio Pérez, quien fue, a su vez, secretario de Felipe II, y fue asaltada por las multitudes durante el motín de Esquilache, el 23 de marzo de 1766.
No obstante, la Casa de las Siete Chimeneas destaca por ser un lugar donde rondan las leyendas y las historias de fantasmas. El origen de las mismas se enraiza en el mismo momento de su construcción, mandada, en el siglo XVI, por un montero de Felipe II para una hija suya. Esta, en 1570, matrimonió con un capitán de la guardia amarilla, descendiente de la antigua y noble familia madrileña de los Zapata. Sin embargo, la vivienda no pudo ser habitada durante mucho tiempo por el matrimonio, pues el marido, cumpliendo obligaciones militares, marchó a Flandes, donde murió. La esposa, sumida en la pena por el esposo perdido, quedó sola en la casona hasta que, una mañana, apareció muerta en su lecho, cuando todavía era joven y bella. La historia fue recogida por la cultura popular que no tardó en aportar nuevos elementos. Incluso, hubo quien vio, entre las espesas sombras de la noche de aquellos lugares la figura embozada del Rey Prudente acudiendo al amor de la bella desposada. Y, cuando ésta murió, se aseguró que, por las noches, una figura de mujer, vestida de blanco, andaba por el tejado de la casa con una antorcha en la mano.
Esa es la leyenda. Aunque, lo cierto es que en las reformas realizadas a finales del pasado siglo, para la instalación de una sucursal del Banco de Castilla, se encontró entre los muros de los sótanos el esqueleto de una mujer junto a unas monedas de la época de Felipe II.