Aunque de origen dudoso, el queso ha acompañado al hombre para su sustento en todo el devenir de la historia. Mencionados en la Biblia y en la más universal obra de Miguel de Cervantes, el de La Mancha es producto fabricado, exclusivamente, con la leche que proporcionan las ovejas de raza manchega criadas en esta región, ofreciendo cuatro variedades distintas para satisfacción de todos los paladares.
No hay alimentos que alcanzaran más difusión en los siglos XVI y posteriores que aquellos que se mencionan en la Biblia y en «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», pues, no en vano, estas dos obras han sido las más leídas hasta el siglo XX y el queso manchego cobra identidad propia en la obra de Miguel de Cervantes. Muchas veces habla el escritor sobre el queso de La Mancha, aunque dedica el final del capítulo LII para afirmar que es el mejor. Allí, después de la graciosa carta de Teresa Panza, Cervantes dice: «Dióle las bellotas y más un queso que Teresa le dio por ser muy bueno que se aventajaba a los de Tronchón».
La Mancha es una extensa comarca que ocupa partes importantes de las actuales provincias de Ciudad Real, Toledo, Cuenca y Albacete. Su antigua pertenencia a las órdenes militares, responsable de su repoblación y gobierno, permitió que se potenciase económicamente la producción ganadera, amparada en el Consejo de La Mesta.
De fuerte tradición ganadera y agrícola, en esta comarca se cría la oveja de raza manchega, llamada así al ser originaria de la zona y digna descendiente de las judías de Bet-El, lugar en el que Abraham gozó de la palabra de Dios. De esta raza manchega descienden también algunas otras que conforman el amplio espectro de la ganadería ovina española, como son la segureña, la alcarreña y la talaverana. Su hábitat son los grandes pastizales de la región manchega, donde se dan las condiciones óptimas de manutención y para obtener una producción lechera de estimable calidad.
En la zona acogida y delimitada por el Consejo Regulador de Queso Manchego y únicamente con la leche extraída de las ovejas de raza manchega, se fabrica el queso denominado como Queso Manchego, inconfundible por sus características y por ser identificado como tal con una placa de caseína.
Buen aperitivo y mejor postre
Del queso manchego se pueden distinguir dos tipos: los tradicionales y los industriales. Los primeros, de elaboración artesana, se dividen, a su vez, en curados y semicurados. Se trata de quesos de altísima calidad y, en ocasiones, los más curados cuentan con más de doce meses. Por su parte, los quesos industriales, también de muy buena calidad, se diferencian en curados y semicurados, teniendo este último un mínimo de maduración de sesenta días.
En cualquier caso, todos ellos deben de cumplir una estricta normativa que define las características del queso manchego. Su forma ha de ser cilíndrica, con las caras superior y posterior planas, permitiéndose una suave curvatura al exterior. Ambas caras van marcadas con un dibujo denominado flor, compuesto por unas líneas simétricas con su correspondiente hendido, cuya dirección coincide alternativamente, y dividen la circunferencia en cuatro partes. Este dibujo corresponde con el que dejaban las tablas de madera usadas antiguamente como base del prensado.
El lateral lleva grabado un dibujo de formas de zigzag que, antiguamente, dejaba la pleita de esparto en algunos sitios también llamadas cincho. El peso de los quesos es, aproximadamente, de tres kilos. La corteza es dura, de color amarillo pálido o verdoso negruzco. Su pasta es firme, compacta, de color marfil o amarillo claro. Los ojos han de ser pequeños y desigualmente repartidos. El aroma es fuerte y característico de los quesos elaborados con leche de oveja. El gusto es de intenso sabor, muy sabroso y recuerda las variedades florales de los pastos que ha consumido la oveja. El postgusto es fuerte y de intenso aroma a leche de oveja manchega.
Aunque es un producto de fácil adquisición, el consumidor ha de percatarse de que se trata de auténtico queso manchego. Así, podrá disponer de un alimento inigualable, ya que, nutricionalmente, cien gramos de queso manchego aportan al organismo lo mismo que un filete o una buena rodaja de merluza. Su conservación es duradera, sin que el queso pierda color, aroma, sabor o aporte alimenticio y conservado en aceite puede llegar en perfecto estado hasta los dos años.
El queso es un buen aperitivo, pero también constituye un perfecto postre y se puede usar en la elaboración de increíbles platos del más refinado restaurador. De ahí que pueda estar presente en salsas tan antiguas como la almojábanas, en la tarta imperial, en el lomo de ternera gratinado de queso y un sinfín de platos más, entre los que no hay que olvidar el exquisito postre de queso frito.
Además, hay dos alimentos que potencian el sabor del queso manchego. Uno, sin duda, es el pan candeal y, otro, el vino. Para los quesos más frescos, es recomendable un vino blanco, mientras que los quesos más curados deben acompañarse de un tinto, que bien puede ser, incluso, crianza o reserva.
Origen legendario
Pocos alimentos hay dentro de la dieta universal como el queso. De hecho, hay zonas del planeta donde se prohibe sacrificar animales como la vaca, pues su leche y, de ella, sus quesos prevalecen en la economía por encima de la carne.
El queso es uno de los alimentos más antiguos de la humanidad, pues el hombre ya disponía de él antes de que dominara el fuego. La Biblia menciona varias veces los trozos de leche, que no eran otra cosa que queso. Una leyenda cuenta que fue descubierto fortuitamente por un mercader árabe que transportaba leche en una bolsa elaborada con la piel de un cordero, pero esto sólo debe ser una creencia explicativa para los hombres y mujeres de dicha región, amantes de dar una explicación poética y humana a cada uno de los aconteceres de la vida. Aunque, sin duda, la aparición del queso debió producirse de forma casual.
En cualquier caso, si se considera la certeza de esta leyenda, ¿cómo podría interpretarse el hallazgo de queseras rudimentarias, excavadas en viva roca, o las encontradas en Daimiel y que, hoy, están en el Museo Arqueológico de Ciudad Real?. Sencillamente, basta decir que el queso ha acompañado la dieta del hombre a lo largo de la historia.
De hecho, el queso fue alimento común de la sociedad griega y personajes como Pericles o Aristóteles y, sobre todo, Homero, fueron grandes amantes de este alimento. Los romanos fueron también grandes degustadores de queso, al que concedían determinadas cualidades digestivas y le consideraban un antídoto. Justiniano llegó a plasmar en una de sus celebradas leyes las cualidades del queso y el hispano-romano Columela ya se refirió a los quesos españoles, muy en particular a los de la Bética y la Oretania, y en sus escritos hay que buscar la primera referencia al queso manchego.
Conservación del queso
De no conservarse en lugares adecuados, el queso, una vez curado, tiene el peligro de variar sus características y dejar de pertenecer a la denominación que le corresponde. El método más habitual es someterlo a bajas temperaturas y humedades altas para evitar que los gérmenes que intervienen en el periodo de maduración sigan actuando. En Castilla, los pastores tropezaron desde siempre con el problema del calor, que seca el queso muy rápidamente. Por ello lo sumergían en aceite de oliva, dentro de recipientes de barro vidriado, ollas de porcelana y tarros de cristal.
Es preferible no comprar mucho queso de una vez, y guardarlo separado de los demás alimentos para que no se impregne de olores extraños. La temperatura ideal para la conservación oscila entre los 11 y los 13 grados centígrados, teniendo que ser uniforme a lo largo del año. Para paliar los efectos del calor conviene situarlo en la parte menos fría del frigorífico, aunque conviene sacarlo unas horas antes de servirlo, procurando no exponerlo a cambios bruscos de temperatura.