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Carne de lidia

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Estamos en pleno ciclo anual de renovación de nuestra más genuina fiesta hispana: los toros. La lidia del bravo, cuyo “juego” se acredita y juzga en la plaza por figuras y estilos de lances, emoción y valor …pero que también, en lo que a nosotros atañe y con similar rigor, cumple luego su peculiar “faena” en los fogones, la Carne de lidia.

 

Gastronómicamente, la carne de esas reses bravas tiene características muy propias. Al punto de que se necesita ser un poco experto, y hasta buen aficionado para discernir y disfrutar de ella en plenitud. Y la primera dificultad empieza ya por la provisión: la fiabilidad garante de que la pieza de carne de lidia que compremos, o la que nos llega ya emplatada en el restaurante, proceda efectivamente de un animal que rindió su vida luchando en la plaza. Y no ya sólo –que también- por el gusto parejo de sumar a la degustación la reseña del “juego” que el astado en cuestión dio en la arena, que esa leyenda, si es buena, sin duda añade regusto y memoria al envite culinario, sino porque el trance de ese sacrificio ritual, de esfuerzo y crispación extremos, siempre confiere, aun cuando la faena resultara deslucida y abroncada, a la carne de la res sacrificada a espada un paladar único.

 

Carne de lidia
Carne de lidia

 

El violento ejercicio al que los toros son sometidos antes de su muerte hace que acumulen en sus carnes gran cantidad de ácido láctico, de una manera semejante a las piezas de caza que son cobradas en plena huida. De ahí que, al igual que la caza, necesite la carne de lidia también unas horas de maceración previa a su contacto con el fuego, pongamos que una hora o así, inmersa en agua con un chorrito de vinagre. Además de, claro, –imprescindible- haber pasado no menos de veinte días de mortificación en cámara, para que la pieza exprese toda su potencialidad de sabor.

 

En el toro de lidia, en contra de lo común en otros bóvidos de carnes rojas, véase qué curioso, los cortes más apreciados no son chuletones y solomillos; que también se cocinan, por supuesto, y tienen su gracia, aunque sea una “gracia” más bien recia y bravía, que no a todos complace. No. En el despiece de la lidia, lo que indiscutiblemente manda es el rabo, y con él, si acaso, los jarretes, o morcillos.

 

El toro bravo es una variedad de vacuno de razas muy seleccionadas, criado en libertad en grandes dehesas y promovido para que desarrolle una fuerte musculatura. Los novillos alcanzan los cuatro años, y los toros lo son a partir de esa edad. Unos y otros apenas tienen un gramo de grasa, y ello les hace un tanto duros para la sartén o la plancha. De ahí que su mejor formulación culinaria tradicional sea el guiso o el estofado.

El de rabo de toro es el rey; un plato denso y gelatinoso, casi meloso, cabría decir. Aunque en esto del rabo, la cosa se las trae, porque si ya hay dificultad y dudas a la hora de identificar los cortes de magro, en el caso del rabo la cuestión es asaz más complicada; casi un auto de fe. Porque aquí en España, de todos es sabido el curiosísimo fenómeno post-mortem que se produce y del que todos somos cómplices consentidores: ese que hace que toda vaca, una vez sacrificada, pase a ser “buey”…menos, excepción hecha de su apéndice caudal que, indefectiblemente, se transmuta en “rabo de toro”.

En fin, milagros éstos que son de carnicería y mesón. Lo importante, en todo caso; lo que yo les deseo: que ustedes, mis buenos amigos, si les es dada la deseable ocasión de vérselas esta temporada con alguna buena pieza de carne brava, la “lidien”, a tenedor y cuchillo, lo mejor posible. Y siempre, eso sí, recuerden, en compañía del mejor gran reserva nacional que puedan arrimarle. Buen provecho!

 

 

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